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En la base de Brest :
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Cuando el sadismo y la crueldad se apoderan de los
hombres, siempre hay alguien que ejerce de mensajero de desgracias y
aquel triste día le tocó a Antonio Arqueza, un amigo que,
como yo, trabajaba de encofrador en la base submarina de Brest.
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Arqueza se había vuelto loco. Corría como un
diablo y gritaba preso del pánico. Sus ojos, hinchados y
enrojecidos, parecían querer salirse de las órbitas.
Sudaba a borbotones, gotas gruesas y pesadas que le caían por la
frente, le chorreaban las patillas, los brazos y la camisa. Apenas pude
reconocer su rostro, el terror le hacía apretar la
mandíbula y le desencajaba la cara. Se acercó a nosotros
y fue mirando a los ojos uno a uno. Parecía no ver a nadie.
Cuando me reconoció, hincó las rodillas en el suelo y se
echó a llorar.
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- ¡Ha sido terrible! Ha muerto, no volveremos a
verle. ¿Entiendes? ¡No volveremos a verle jamás!
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- y se derrumbó llorando como un niño.
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- ¿Quién ha muerto, Antonio?
¿Quién ha muerto?- le pregunté con un nudo en la
garganta esperando la peor de las noticias.
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- El chico de Zaragoza. Aquel chaval tan risueño,
¿recuerdas? El corazón me dio un vuelco.
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- ¿Qué ha pasado?- le pregunté
afligido.
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- Estábamos apilando unos postes de madera junto a
los travesaños del andamio. Un SS se ha acercado y le ha
ordenado que le siga.
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Aunque éramos encofradores, en la base submarina
hacíamos de todo. Los alemanes, conscientes de que Brest era un
punto crucial en la contienda naval, habían decidido construir
un gigantesco techo antibombas para proteger la base submarina. Aunque
sencillo, era un trabajo muy pesado. El techo tenía casi cuatro
metros de grosor para evitar que las bombas lanzadas por la
aviación aliada dañasen los submarinos alemanes.
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-Ya sabes que ayer dejamos preparada la estructura del
techo para rellenarla de hormigón- dijo Arqueza. -Esta
mañana hemos montado una tubería de 30 metros y la hemos
llenado con una bomba de expulsión, como si llenases de agua una
piscina. El SS le ha dicho a Damián que retirase una cuerda que
había quedado pegada en el hormigón, aún fresco,
justo en la mitad de la piscina. El chico ha cogido un gancho y se ha
estirado todo lo que ha podido, pero no ha sido suficiente. Se ha
echado al suelo y se ha deslizado por el filo, mientras yo le agarraba
por los tobillos. Tenía más de medio cuerpo dentro de la
piscina, el hormigón le manchaba la barriga y el pecho. Casi se
cae tratando de alcanzar la cuerda, pero el SS le ha dicho que, o la
cogía, o lo tiraba él mismo al hormigón que
acabábamos de echar.
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Arqueza estaba muy nervioso, pero continuó a duras
penas.
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-Sabía que era imposible llegar a la cuerda sin
caer dentro, así que le ha dicho al SS que no sabía
cómo podía alcanzarla. Entonces, ese sádico se ha
encolerizado y lo ha empujado a la piscina. Pero, ¿sabes lo
más increíble de todo? Damián, justo antes de
caer, ha agarrado por el brazo al SS y se lo ha llevado con él.
El chico ha tratado de nadar entre el hormigón y alcanzar el
pretil como un poseso. Movía los brazos como un perro y
gemía sin parar. El cemento le cubría la cara y sus
movimientos se hacían más rápidos y convulsos. Ha
intentado quitarse el hormigón de los ojos, pero tenía
las manos llenas y, a cada intento, perdía más y
más fuerza. Le falló la orientación y
siguió nadando a duras penas hacia el interior de la estructura,
hacia su propia muerte. Al final se rindió. No imaginas
cómo lloraba. Nunca olvidaré sus alaridos. Se
hundió lentamente mientras agitaba los brazos. ¡Y
ahí se han quedado los dos! En el fondo del techo de
hormigón, a oscuras para siempre. ¡Y todo por un pedazo de
cuerda!
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Durante los trabajos forzados en la construcción de
la base submarina de Brest había visto morir a muchos. Algunos
fueron ejecutados a sangre fría, a otros los arrojaron a los
perros y después fueron rematados por las SS. Los accidentes
laborales eran rutinarios. La muerte se había convertido en una
realidad demasiado frecuente, siempre nos rondaba, siempre había
algún cadáver en mitad del camino, sepultado en las
paredes o debajo de una máquina.
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Sabía que tarde o temprano vendría a
buscarnos, era cuestión de tiempo. Y sólo había
una forma de esquivarla: tenía que escapar. ¡Sí,
eso es, tenía que evadirme!Me acerqué a Arqueza, lo
estreché en mis brazos y le susurré al oído.
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-No te preocupes, Arqueza. Ya nada podemos hacer. No le
des más vueltas, sólo conseguirás volverte loco.
Eso es lo que ellos quieren, que perdamos la cabeza. Pero eso no va a
pasar. Antes o después venceremos, Arqueza, ten confianza. Y
mira a tu alrededor por última vez, porque mañana no
estarás aquí. Esta noche será la última en
el campo. ¡Esta noche nos vamos!
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Al final los presos terminaron el trabajo. Y lo hicieron
bien. Durante los continuos bombardeos aliados a la base submarina de
Brest el techo aguantó mucho más de lo esperado. Las
bombas caían pero era como si tiraras un garbanzo al suelo. A
las nueve de la noche, puntual como siempre, el desagradable sonido del
toque de queda llegó a nuestros oídos. Aunque aquel
día fue diferente. Incluso me pareció que la sirena
emitía un sonido agradable: ¡me supo a libertad! Tres
horas más tarde, después de andar a hurtadillas por entre
las barracas, esquivar los focos de los centinelas y hacer un agujero
en la alambrada con unas tenazas, estaba fuera del campo. A pesar de mi
insistencia, Arqueza no quiso venir.
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Mauthausen 90.009
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Enmanuel Camacho – Ana Torregrosa
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Centro Andaluz del Libro
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ISBN 84-88067-65-8
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